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La libélula del más allá

Su madre siempre le dijo que no anduviera por las ramas, pero a ella le gustaba tanto ver las hojas. El tiempo se le pasaba comparando sus colores y sus bordes; las texturas de sus paredes y las hebras de los tallos. Admiraba como la luz del sol las iluminaba y cuando la luna se aparecía, le embelesaba notar como dejaban su color natural para perderse con el gótico azul marino de la noche.

Siempre supo que corría mucho riesgo merodeando entre los árboles, pero la vista desde las ramas era más linda que la del estanque, donde volaban bajo todas las demás libélulas. Un día un depredador inesperado la vio curioseando entre el follaje y atraído por sus brillantes alas, la atrapó, no pretendía comerla sino sacudirle ese polvo mágico de entre las alas.

La libélula sintió su alma desprenderse de su cuerpo, cayó sobre las suaves hojas de una hermosa planta. Y ahí con un doloso soplo pidió a su madre – la naturaleza – su último deseo: “Por favor conviérteme en flor para fundirme en ti y seguir viendo el sol y la luna entre el follaje”. Sus alas y patas ahora eran hojas verdes cenizo, puntiagudas y delgadas, y su cuerpo una hermosa vara alargada de tono lila que desprendía un delicado aroma como el de ella misma.

Video La libélula del más allá

Café o té – tres escritos.

1- Sábado

Hacerse un té no es tan sencillo, es casi un ritual en sí mismo que te enseña a ir con calma, a bajar el ritmo, a estar presente y concentrarse en ese momento.

Son las seis de la mañana, aún no clarea el día, y a pesar de haber descansado mis siete respectivas horas, cuando me hago mi té tengo que concentrarme al verter el agua caliente porque a veces lo hago muy rápido y todas las hojas secas salen derramadas como cascada del filtro de mi tetera, todo por chorrear el agua de un sopetón. Es entonces cuando caigo en cuenta que sigo tensando la mandíbula y chocando dientes contra dientes. Levanto la jarra de agua caliente, cierro los ojos, abro la boca e inhalo, luego exhalo haciendo un sonido que a mi me recuerda a las olas del mar. Limpio mi tetera y coloco más hojas – hoy me toca té verde con jazmín – y elijo darme una nueva oportunidad; así que, con cariño, suavemente, enfocando mi mirada en el agua caliente y el humo, sonrío ligeramente para relajar mi boca y vierto poco a poco el agua. Hago leves círculos para mojar todas las hierbas y noto como se llena con agua entintada color amarillo ámbar. Hasta ahí. Ya no cabe más agua.

Tomo la tetera entre mis dos manos, como haciéndo una cunita, así me conecto con ella y empiezo a agarrar temperatura ante la fría mañana. Me siento en la mesa del comedor con mi cuaderno de “Páginas Matutinas”, un chocolate y mi té. Llevo más de un año haciendo este ritual y reconozco en él mi momento zen, a esta hora casi nada se escucha, nadie me molesta, puedo estar sola con mis pensamientos y ese toque de dulce y amargo del chocolate con té, me despiertan los sentidos para ahora sí, poder empezar.

2- Lunes

Me gustan las mañanas lentas, frías y con olor a café. Levantarme cuando aún es obscuro, escribir, hacer yoga, salir a caminar mientras veo como el vaho sale de mi boca cada que respiro y veo a la luna mañanera que no quiere irse del cielo para dar paso al sol. Regreso a casa, noto que en verdad está más tibio adentro que afuera y pienso ¿cómo podría ser esto más acogedor? Le falta algo pero qué, un olor, el del café.

Quería una cafetera diferente, no la de goteo que está en todas las casas, así que la mía parece un reloj de arena grande; el agua se coloca en el compartimiento de abajo con un cilindro en el centro que le permite conectar la otra mitad donde se pone el filtro de plástico y el café de grano. Cuando la tapas y conectas empieza a hervir el agua y cuando las burbujas del hervor comienzan a aparecer, el agua es empujada hacia arriba, como extraída al vacío y se mezcla con el café haciendo una infusión. Me encanta ver como se hacen las olas de café, es como la arena arrastrada en el mar o como las faldas de las bailarinas de folklore, son espirales en forma de caracol que se unen revoltosos.

Al terminar su turbia danza, las aguas se apaciguan y en un instante todo se derrama hacia abajo, como una cubetada de agua negra y el café está listo. Quito el ensamble superior de la cafetera “reloj de arena”, coloco la tapa y sirvo. Una taza para él y otra para mí. Ahora sí, ya está más acogedora la mañana, ya huele a café.

3- Martes

La cafetera estaba sucia y no de ayer sino de hace días. Acá nadie la limpia sino lo hago yo, así que me dispuse a desarmarla, enjabonarla y enjuagarla. Compré esta cafetera para mi casa, cuándo se suponía me iba a ir a vivir sola y luego las cosas cambiaron y me vine con mi novio, así que esa cafetera la dejé en casa de mi papá por que la que tenía se descompuso de viejita, ahora podíamos disfrutar de café juntos en la mañana.

Usualmente llego a trabajar acá, en mi casa familiar, antes de subir al cuarto designado como mi oficina para empezar a revisar los correos del día, voy a la cocina y empiezo a preparar la cafetera. Es una cosa rápida y casi me siento como en maquinaria en serie; la lleno de agua, coloco las partes del filtro de acero inoxidable y le agrego café molido. A veces cuento las cucharadas, pero la mayoría de las veces lo hago al tanteo. Cierro el filtro, pongo la tapa y conecto la percoladora, mientras me subo a encender mi laptop y dar la primera ojeada de emails.

Unos veinte minutos después, ya que el olor a café ha subido por las escaleras y toca mi nariz, sé que está listo. Bajo y tomo las dos tazas más grandes que hay, una para mi papá y otra para mí, no siempre son las mismas tazas, la verdad tomo las que estén limpias. Primero les lleno un cuartito de leche evaporada y el resto café caliente; mi papá me enseñó a tomar café con esa leche y ya es costumbre nuestra. Puedo ver que tan bien me quedó en la intensidad de color del líquido; si es casi ámbar, se que le tendré que agregar una cucharada de soluble – ni modo -, pero si es un color intenso y se transparenta muy poco a través del agua, sé que quedó perfecto.

Le sirvo a mi papá su café con su desayuno frente a la tele mientras ve las noticias, y yo me voy a mi oficina a empezar el día un sorbo a la vez.

Una postal…

Una vez más escuché el característico silbato y me empujé con ambas manos y piernas hacia atrás, saliendo de mi silla del comedor – en donde usualmente trabajo -, para llegar a la ventana pegada al sofá de la sala. Así como salimos corriendo de niños al escuchar la campana de los helados o al camotero o a los tamales de la mañana; yo corrí a encontrarme con mi cartero de confianza.

Me asomé con mis ojos ya destellando de esperanza, ojalá hoy sí finalmente me tocara recibir una linda correspondencia de alguien especial que había pensado en mí. Sé que ahora todo es por correo electrónico y más rápido, pero a mí me emociona recibir cartas y postales, y también me gusta enviarlas y dar ese chispazo de alegría a alguien que no lo esperaba.

Yo no nací en ese bello momento de la historia en donde la correspondencia ilusionaba a la gente con noticias de algún familiar o de algún amor, nací en el periodo de transición de cartas a punto de desaparecer; las pocas enviadas eran ya cosa exclusiva de instituciones financieras y que en vez de buenos momentos traían más bien puras deudas y malas noticias. Poco a poco se dejaban atrás, porque la tecnología iba arrasando a paso veloz con todo lo que se le cruzara en el camino y aunque nos dejaba más comunicados, también nos fue dejando sin tiempo a la esperanza y con la expectativa de respuesta inmediata casi sinónimo de urgente.

El correo agoniza – a mi parecer -, ya nadie usa agendas de direcciones para saber las casas de sus seres queridos, solo nos sabemos la nuestra – y eso con mucha suerte – y preguntamos la de alguien para enviar alguna compra online o para llegar en una sola ocasión utilizando el navegador también satelital. Además, las casas ya casi no tienen buzón de cartas, como la mía, por eso el cartero al verme desde su bicicleta de “Correos de México” me dice: “Ahora sí güerita, ya te la dejé debajo de la puerta. Cuídate mucho”.

Él sabe cuánto espero que alguien me escriba y como nadie lo hacía, un tiempo atrás se me ocurrió en un viaje enviarme a mi “yo del futuro” una carta, esa fue la primera carta que recibí a los treinta y tantos años , estaba emocionada cuando mi papá me dijo que me escribieron desde París. “¿Y quién te escribió” me preguntó curioso, yo en lágrimas de emoción contesté muy orgullosa a su pregunta:“¡Yo misma Pá! Y desde París”. Mi autocarta decía:

Illari,

Nous nous reverrons, Paris vous attend!

(Nos volveremos a encontrar, ¡París te espera!)

La postal que recibí hoy fue de una muy estimada amiga que vive en la misma ciudad que yo y con quién comencé correspondencia vía postal para ensayar nuestros escritos, pero, sobre todo, para regresar a esta bonita costumbre de escribir a puño y letra dejándole una sonrisa a la gente mientras nos lee.

Ya espero poder viajar y enviarme a mi o a mis seres más queridos una cartita desde el punto terrestre donde me encuentre. Estén atentos y si me pasan su dirección por mensaje con gusto les envío una postal.

#aescribir

Té de eucalipto

Té de eucalipto con limón es lo que estoy bebiendo en este momento, al aspirar su aroma recuerdo frías mañanas de lluvia – como la de hoy – en que el árbol de la plazuela se desprendía de su esencia y la hacía entrar en nuestras casas, bueno, al menos en la mía.

Resulta que ese árbol fue sembrado por mis padres cuando eran solo unas ramitas indefensas; tras veintitantos años, se ha convertido en una eminencia de tronco leñoso que ahora termina siendo amenazante para ciertos vecinos. Temen que la lluvia y el viento lo doblen y lo hagan caer encima de sus casas, de sus autos o hasta de ellos mismos mientras caminan por ahí. Los entiendo, pero también entiendo la molestia que disfraza la tristeza de mi padre cuando toda la plazuela se puso de acuerdo para talarlo.

Mi padre sentía que mataban su creación, casi que le mataban a un hijo. Él se ata mucho a las cosas y a los seres vivos; le es difícil dejar ir y soltar, ¿o será que para las generaciones actuales, ya todo es desechable? Para sorpresa de todos y confirmación de su fortaleza, el árbol sigue ahí y ha vuelto a crecer enorme y a florear, dejando en el suelo su rastro de floresillas blancas cual pelusas y diminutas semillas cónicas abellotadas. Cada que llueve su aroma vuela en busca de narices como la mía, que le agradecen el despertarnos del sueño.

¡Maaaamá!

Un domingo a medio día en mi cama, acomodo las almohadas para rodearme sentada al lado de la ventana. En días soleados la luz entra directa a mi libro en manos. Es un rincón de lectura prefabricado, que tiene esa calidez acogedora para permitir ensimismarte en la historia y

viajar en las páginas.

El hecho de que aparte sea un rincón silencioso porque vivimos alejados de la ciudad, lo hacen aún más ideal. Siempre es tranquilo y con un soundtrack apacible y natural: pájaros, lluvia, viento. A veces sí se rompe el encanto celestial con alguna vecina de vagas aspiraciones a solista; pero en general es sereno. Hoy acompañándo a los pájaros, el aire sopla leve y hay un sonido más … niños al unísono claman ¡Maaaaamáá!

Ese canto me hace cerrar el libro y poner atención. Es un eco suave, alargando esa primera «a» y descansando el aliento en la segunda sílaba de manera más corta,»máá». No es un grito de urgencia ni de berrinche, es como una canción a través de un bosque encantado; como si los niños estuvieran llamando a mamá con el vaho que sale de su boca. Como un soplo. Como un alarido juguetón y fantasmagórico a la vez.

Me asomo por la ventana y no veo a los niños. El llamado cesa. Sigo leyendo.

¡Maaaaamáá! Vuelvo a escucharlo, me asomo a la otra ventana; tampoco hay niños. Luego reviso las ventanas del cuarto contiguo, no se ven niños jugando y yo sigo escuchando su llamado.

Me quedo a la mitad del cuarto para intentar ubicar bien de qué lado viene el clamor. Le grito a mi papá que está en la planta baja viendo la tele y le pregunto si escucha a los niños llamando a «Mamá». Mi papá tiene que ponerle pausa a su película y acercarse a la escalera para escuchar lo que le pregunto –«¿Cuáles niños? Yo no escucho nada»– . Se vuelve a hacer el silencio.

Bajo y le explico a mi papá que escucho a unos niños llamar a Mamá, e intento replicar las voces: suaves, sutiles, como un susurro entre miedo, ayuda y amor. ¡Maaaaamáá!

Mi papá obviamente me tira de a loca, él regresa a su película y yo me dirijo escaleras arriba para retomar mi libro. Pero solo termino de subir el último escalón y vuelvo a escucharlos. – «!Papá, pon pausa, escucha… los niños!» – Mi papá tan ágil como sus sesenta años y el sillón acojinado y vencido le permiten, pone pausa y se levanta, a paso apresurado llega al extremo inferior de la escalera y hace silencio para intentar escuchar con atención lo que yo le explico. Nos volteamos a ver, él de abajo hacia arriba desde el extremo inferior de la escalera apoyado en la pared; yo de arriba hacia abajo, en el extremo superior de la escalera apoyada en el barandal. Contenemos la respiración para escuchar mejor. Las voces de niños desaparecen en el silencio. Mi papá vuelve a respirar y confirma, –«Yo no escucho nada»-.

Giro los ojos y la cabeza en medio círculo hacia atrás y regreso a mi rincón de lectura. Ya me empiezo a sentir un poco loca de escuchar voces. Me voy sentando y solo toco la cama cuándo brinco hacia arriba porque los vuelvo a escuchar. Son niños, yo lo sé, buscan a su mamá, la necesitan. Cierro los ojos y dejo que mis oídos me indiquen hacia dónde. Giro en medio círculo a la derecha , cruzo mi cuarto y el siguiente, llego al cuarto de mis papás. Los escucho más cerca. Veo la ventana del balcón abierta y la cortina vuela hacia adentro por el aire dejando entrever las ramas del enorme ficus que se agitan como bailando con el viento.

La realidad es que tengo miedo, pero al mismo tiempo siento que necesito ayudarlos. Pienso: «ya voy niños, ya voy». Me acerco a la ventana agarro la cortina pero… el ruido no viene de fuera… viene del closet, del lado del closet dónde estaba la ropa de mi mamá. Pego la oreja a la puerta y los escucho tan cerca. Se que están ahí…. los niños… ¡Maaaaamáá!

Con una mano en la manija, decidida y temblorosa, abro la puerta corrediza del clóset de un solo movimiento. No hay niños. Solo una chamarra de mi papá en el hueco obscuro que ha dejado la ropa de mi mamá. Toco la chamarra y siento como vibra la bolsa derecha. Meto la mano al bolsillo, el teléfono de mi papá vibra y su ringtone suena ¡Maaaaamáá!