Su madre siempre le dijo que no anduviera por las ramas, pero a ella le gustaba tanto ver las hojas. El tiempo se le pasaba comparando sus colores y sus bordes; las texturas de sus paredes y las hebras de los tallos. Admiraba como la luz del sol las iluminaba y cuando la luna se aparecía, le embelesaba notar como dejaban su color natural para perderse con el gótico azul marino de la noche.
Siempre supo que corría mucho riesgo merodeando entre los árboles, pero la vista desde las ramas era más linda que la del estanque, donde volaban bajo todas las demás libélulas. Un día un depredador inesperado la vio curioseando entre el follaje y atraído por sus brillantes alas, la atrapó, no pretendía comerla sino sacudirle ese polvo mágico de entre las alas.
La libélula sintió su alma desprenderse de su cuerpo, cayó sobre las suaves hojas de una hermosa planta. Y ahí con un doloso soplo pidió a su madre – la naturaleza – su último deseo: “Por favor conviérteme en flor para fundirme en ti y seguir viendo el sol y la luna entre el follaje”. Sus alas y patas ahora eran hojas verdes cenizo, puntiagudas y delgadas, y su cuerpo una hermosa vara alargada de tono lila que desprendía un delicado aroma como el de ella misma.
Video La libélula del más allá